Yo y el mar
- Salvador Antona
- 9 jun
- 7 Min. de lectura

Era yo aún pequeño cuando vi por primera vez el mar. Ya casi no recuerdo el hecho, pero sí conservo aún esa sensación de inmensidad, infinitud y sosiego que me produjo esa primera vez. Era tal, que no quería mojar mis pies por miedo a romperla y durante una mañana entera me dediqué a observarlo desde la orilla embelesado en el ir y venir de sus olas hasta que mi hermana, más decidida, me arrastró hacia él introduciéndome hasta que el agua cubrió mi cintura. Yo, que era hijo de un mar interior poblado de encinares y espigas, no podía ni imaginar su existencia a pesar de que en la escuela el maestro nos hablara de los mares y océanos, me supiera sus nombres, los ríos que desembocan en cada uno de ellos e incluso las batallas que se habían producido. Tal vez por esto último me parecían a veces terribles. ¡Cuánta gente ahogada por no poder pisar tierra firme!
Y esa sensación, la de pisar tierra firme, me tuvo muy preocupado durante un tiempo, hasta que mis padres nos apuntaron a mi hermana y a mí a un curso de natación. -no podemos ir al mar y no saber nadar, dijeron-. Una vez liberado de esas cadenas solo su vastedad, placidez y sosiego permanecieron, aún persisten, después de tantos años intactos frente a mi pequeñez.
Atravesar las murallas de la meseta y adentrarse por las puertas oscuras de la cordillera Cantábrica a través del mítico Negrón era todo un viaje a un mundo fascinante. Mis padres tenían amigos allí y cada verano peregrinábamos hacia el Atlántico desde que yo recordaba. A mí me fascinaban el ir y el venir de las olas, el choque violento contra los muros de la playa de San Lorenzo levantando torres de espuma que se derrumbaban sobre la cinta negra de la carretera y volvían a surgir como pequeños ríos sobre la arena de la playa.
Senén, el amigo de mi padre, era un tipo alto, musculoso, atlético, con cara angulosa y mentón pronunciado donde destacaba un hoyuelo que me recordaba a Espartaco; su nariz, en cambio, describía un pequeño arco y sus ojos eran vivos de un color indefinido entre verde y avellana. Las más de las veces estaba perfectamente rasurado pero otras lucía barba entrecana de varios días. Según mi padre se conocieron en la mili. Senén se hizo marino y recorrió casi todos los mares; mi padre prefirió seguir con la profesión de mi abuelo y continuó con el comercio que le rentaba “buenos dividendos”, según él, pero yo creo que más bien fue a causa de mi madre.
Cuando íbamos a su casa, al lado de la costa, todo en ella hacía referencia al mar, desde su exterior de dos plantas con terraza pintada de azul y blanco que contrastaba con el verde intenso del paisaje, hasta los muebles de su interior. Presidía el salón una mesa alargada de cristal muy grueso que se apoyaba en los extremos en una especie de ruedas; más tarde sabría que se llamaban timones y servían para dirigir el barco. ¡Vamos, como un volante!. Las paredes estaban decoradas con fotografías y cuadros de motivos marineros y paisajes que yo no podría ni imaginar que existieran, con árboles altísimos y pájaros de infinitos colores. También había diversos relojes entre ellos, uno muy raro que me cautivó el primer día. Senén me dijo que se llamaba astrolabio y que servía para fijar la posición de las estrellas cuando se estaba en el mar. Las estanterías estaban repletas de libros y mapas y en un rincón sobre una mesita pequeña una esfera como la de la escuela pero mucho más compleja, sin mapas ni dibujos, formada solo por aros metálicos. Un día mientras la observaba fijamente, Senén, desde su mesa donde examinaba unos papeles me explicó que se llamaba esfera armilar y que los navegantes antiguamente la utilizaban para saber la posición de las estrellas respecto a la tierra o el sol. Aunque se esforzó en explicarme cómo funcionaba ante mi curiosidad, me resultó ininteligible. Otras explicaciones, que siempre estaba dispuesto a darme, sí que me resultaban fáciles de comprender.
Algunos muebles habían sido traídos de lejos, de otras latitudes, según afirmaba Senén. Su mujer era de tez morena, de piel canela decía mi madre, con los labios siempre muy rojos, el pelo negro y ensortijado y cuando sonreía esta llenaba toda su cara redonda. Siempre vestía con colores llamativos. Era cariñosa con nosotros y como no tenía hijos nos trataba como tales. Mi madre a veces discutía con ella porque nos compraba todos los antojos y nos colmaba de abrazos y besos. Mi hermana y yo nos sentíamos reyes durante ese tiempo. ¡Seguramente los muebles y ella habían venido de otras latitudes! como decía el amigo de mi padre; a mí no me contaban nada pero lo intuía por las conversaciones. Las mujeres que yo conocía no abrazaban ni besaban tanto. ¡ni siquiera mi abuela y eso que era la mar de cariñosa!
Desde su casa se veía y se oía el mar. Algunas noches me despertaba y entonces salía al jardín a escucharlo aunque no lo viera con claridad, y me quedaba allí quieto pero con inmensas ganas de acercarme hasta donde estaba. El miedo me paralizaba. El miedo a que me descubrieran y el miedo a no saber volver o incluso a perder pie y caerme. Una noche me sorprendió Senén y se sentó a mi lado en las sillas de la terraza que habían servido para cenar al aire libre. Durante algunos minutos no hablamos nada. Solo se oía el batir del mar contra la costa. Todo el paisaje apenas estaba iluminado por el brillo de la luna que rompía la negrura del mar con matices plateados y el cielo azul poblado de estrellas como puntitos brillantes.
-Se oye más porque hay marea alta, dijo al fin; Ves, la luna se ve muy grande porque está más cerca de la tierra y atrae el agua. ¿Esto no te lo han enseñado en la escuela aún? Negué con la cabeza. Entonces me habló de las mareas sicigias que se producen con luna nueva o llena, o cuando el sol la tierra y la luna están alineados.
Como me quedé mirándole sin entender muy bien que me había dicho añadió con palabras sencillas para que entendiera - es como si la luna nos quisiera robar el mar pero no puede porque es muy grande. Me indicó con el dedo todas y cada una de las estrellas y constelaciones que se veían y me dijo sus nombres.
Como mi padre me contó que había navegado por muchos mares me atreví a preguntar si había sufrido alguna vez un tifón o ciclón, mas que nada porque lo había visto en el cine y siempre moría algún marinero o desaparecía del barco. Después de pensarlo unos minutos me contestó.
- Frente a Filipinas hace seis años pasamos una noche horrible. El barco, a pesar de ser enorme, parecía ingobernable. Los vientos lo zarandeaban con tanta violencia que pensamos que se estrellaría contra la costa. En uno de los momentos que estuvimos a su merced, varios marineros cayeron al mar junto a las mercancías que intentaban sujetar con cabos. Las olas los arrastraron lejos de nosotros y en medio de la noche nada pudimos hacer.
Pensé que me lo contaba para asustarme o simplemente que era una escena de alguna película que yo no recordaba haber visto, pero lo dijo con pesar, con tristeza y mirando la lámina plateada que extendía ante nosotros como si aún no se hubiera borrado de su mente aquel incidente.
- ¡Por eso me da miedo el mar!. No se tienen los pies seguros, contesté.
Senén se rio hasta tal punto que casi se cae de la silla. Yo también me reí pero por lo cómico de la situación. Pasados unos minutos en que la risa se fue apagando volví a interrumpir el monótono batir de las olas en mi afán de curiosidad.
-A veces me pregunto si el mar tiene fin, porque en tierra está claro, afirmé con rotundidad. Mi maestro dice que puedes recorrer los continentes desde una punta hasta la otra, vamos desde el principio al final.
-El mar y los océanos como tales no tienen principio ni final definidos pero puedes recorrerlos, afirmó. Yo lo he hecho. Ven, añadió levantándose e introduciéndose en la casa para enseñarme un mapa y explicarme el significado de las líneas allí trazadas.
Mi padre nos sorprendió y su mirada bastó para saber que tenía que volver a la cama. Acababa de recibir mi primera lección sobre el mar pero mi curiosidad no estaba satisfecha e hizo que otras noches me levantara pero Senén no apareció, seguramente por consejo de mi padre.
Nunca más he vuelto a ver el mar con los ojos de aquella noche.
Guardo estos recuerdos envueltos en la nebulosa del tiempo y siempre me vienen a la memoria cuando estoy frente él como esta tarde de septiembre que me he quedado mirándolo hechizado sentado al lado de la Lloca. Ella no estaba cuando yo era pequeño. Y aunque aprendí a nadar cuando me obligaron, cada vez que me aproximo a sus aguas siento aun mi pequeñez frente a su inmensidad, mi agitación frente a su sosiego, mi turbación frente a su tranquilidad y la inseguridad de no pisar tierra firme perdura en mí a pesar de los años. Su figura de bronce es la viva imagen desgarradora de una madre que despide a sus hijos en medio del temporal en pos de tierras allá donde acaba el mar con el vestido pegado a su cuerpo por la lluvia y el agua del mar, las greñas al viento, el brazo extendido y la mirada perdida en el horizonte. Me la imagino llorando cada vez que el mar se agita como aquellas madres cuando despedían a sus hijos sin saber si algún día volverían.
Hace años, otra tarde de verano, pregunté a mi padre porque no habíamos vuelto de vacaciones a casa de Senen. Me contestó que su amigo se había hecho a la mar. Yo miré el fondo de sus ojos marrones y vislumbré una lágrima salada.
Salvador Antona




