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Volver la vista atrás


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Una tarde de invierno, al abrigo de una manta que me protegía del frío, observaba el álbum de fotos buscando algún adorno o detalle que pudiera ayudarme en el decorado del hogar en estas fiestas navideñas. De pronto, encontré una que me hizo parar en seco. Cerré los ojos y, como en una película, retrocedí en el tiempo. ¡Margarita! -dije en voz alta-. Hacía poco tiempo que había recibido la noticia de su fallecimiento.

Siempre nos sentimos bien una al lado de la otra, por eso los recuerdos comenzaron a aparecer. Más que amigas parecíamos hermanas. Yo fui hija única y la palabra hermana la repetía para mis adentros cuando estábamos juntas, con cariño y respeto. Crecimos en familia e íbamos madurando en solitario, cambiando de niñas a mujeres por nuestra cuenta. Ambas habíamos nacido en una bonita ciudad de nuestra “piel de toro” y nos conocimos en otra del norte. Nuestras familias habían emigrado al País Vasco buscando un mundo mejor, como hicieron muchos trabajadores que procedían, en su mayoría, del Centro, de Andalucía y de Extremadura. Siempre fue una niña acomplejada de todo y casi nunca tenida en cuenta, me comentaba a menudo. Solía decirme: “Tienes nombre de virgen”; y yo le respondía; “Tú de flor. La más bonita del campo”.

Volví a meterme en mis recuerdos acompañada de Margarita. Juntas fuimos descubriendo la parte dura de la vida. Siempre fuimos confidentes la una de la otra. Conocimos e intercambiamos miedos, vergüenzas, tristezas y desengaños. Margarita era medianamente feliz. No era una belleza pero tenía un sonrisa abierta y un don de gestes que cautivaban. Lo recuerdo porque eso le causó equivocaciones habiendo tenido que parar situaciones violentas. El abuso de adolescentes y niñas no es un problema de ahora. Desgraciadamente siguen conociéndose casos de los mismos en el hogar, pandilla, ancianos e Iglesia. Con uno de sus hermanos, cierta noche que estaban solos en el hogar, Margarita escuchó la proposición vergonzosa de tener relaciones sexuales ambos hermanos. Impasible, pero horrorizada, permaneció serena sin responder. En nuestra última conversación telefónica antes de fallecer, me confesó que jamás persona alguna, ni familia, sabían lo sucedido. Sin embargo, ella creía que su hermano debía haber comentado algo pues cuando se encontraba con él y sus amigos notaba que sus miradas eran lascivas y lujuriosas. Le pregunté si había habido más ocasiones, pero ella me contestó que no. Después de un largo silencio me dijo: “Carmen eres lo único puro y de cariño que he recibido”. Aquella conversación telefónica continuó. Hablamos, reímos, lloramos y alegremente recordamos travesuras y días pasados una al lado de la otra.

Cerré los ojos y aquel “cuaderno sagrado” de recuerdos cayó al suelo en el momento de quedar adormilada. Desperté y, nerviosa y aturdida, busqué una postura cómoda dispuesta a desgranar mis recuerdos. Mi mente se puso en acción y el último pensamiento cobró vida con la imagen de mi amiga y de los días pasados, años atrás, en compañía.

Juntas vivimos el momento de nuestra primera menstruación; la pérdida de la virginidad, no solo en nosotras pues las madres de entonces habían pasado por lo mismo, la ignorancia venía de abuelas, madres e hijas. Hoy lo referente al cuerpo se aprende en el colegio como una asignatura más complementada en el hogar.

Juntas, día a día, conocimos y formamos las primeras pandillas de chicos y chicas: jóvenes de 15 a 17 años. “Yo fui la última en incorporarme” – comenté como si mi amiga estuviera presente-.

Margarita conoció y vivió amores. Siempre utilizaba la expresión “me entregaba” pero, también siempre, descubría el interés que guiaba a aquellos jóvenes. A todos les movía el mismo deseo. Hasta que conoció el amor limpio y transparente en los ojos del que fue su esposo. ¡Su gran amor!. Con él descubrió el amor puro y la entrega total. Supo descubrirla y explicarle lo bello de la entrega mutua. Los juegos de amor. Borró sus miedos y vergüenza de entregarse a él -me comentó en alguna ocasión-. Solo tuvo dos hijos que le permitieron, como ella siempre decía, cumplir como supo su deber de madre.

Pasado un tiempo, el momento de nuestros trabajos y el regreso de algunas familias emigrantes, cuya economía había cambiado y supuso la apertura de algún negocio familiar o la compra de viviendas en propiedad, cortó la amistad.

Un día nos encontramos por casualidad en nuestra bonita ciudad de origen. La alegría del momento dio paso a fundirnos en un abrazo. Sentadas en una cafetería, desgranamos nuestras vidas, familias, padres, esposo, hijos y nuestra juventud. Margarita pasó a ser protagonista y comenzó a contarme su vida.

Cierto día expuse a mis padres el deseo de trabajar. Una de las vecinas del portal tenía un taller de costura que necesitaba una aprendiza. Acepté y pasé allí varios años. Todas las aprendizas, chicas jóvenes, trabajábamos en talleres de costura. En los días que entregábamos las prendas, todas nos reuníamos en una plaza que habíamos tomado por “nuestra”; contábamos nuestras aventurillas o criticábamos a las clientas que después de haberles entregado las prendan te despachaban sin un gracias o una propina. Las pocas propinas que reuníamos, las juntábamos para, si era invierno, comprar castañas asadas que, una vez peladas, metíamos en los bolsillos para calentar las manos.

¡Qué mundo los talleres de costura!. Margarita recordaba todo con mucha precisión.

Situados en la vivienda de “la maestra”, el equipo lo componían: la maestra, alejada del resto de las chicas, que daba los últimos toques a las prendas para su entrega, las oficialas y las aprendizas. En un rincón, la máquina de coser Singer y en otro rincón el cuarto de probar las prendas. Durante la confección, allí solo accedían la maestra y la primera oficiala. La habitación más espaciosa era el propio taller. Unas sillas bajas en círculo y que tenían el asiendo tejido con la planta enea.  

Todas las aprendizas teníamos prendas en el regazo para rematar costuras, coser botones, hacer ojales, dobladillos y hombreras. Las risas, bromas y comentarios de cosas pasadas eran acompañadas de bromas de novios o en pandilla y alguna pregunta pícara que hacía que la destinataria de la misma cambiara de color en su cara a un rosado fuerte mientras las risas de las demás acompañaban el momento.

Yo me encargaba de preparar agujas, hilos, dedales, alfileres y tijeras sobre una tajuela que pertenecía a cada una de las oficialas y antes de abandonar el taller debía barrer, ordenar y recoger la sala.

Cuando terminó de contar su historia me preguntó que había sido de mi vida todo este tiempo sin vernos. Yo le conté que trabajé en una perfumería situada en una calle céntrica. Un amigo de mis padres me propuso el trabajo. Los años pasaban sin amigas, chicos ni novios, hasta que me vi mayor y sola. Sin padres, sin familia y, como yo siempre dije: fui una mujer frustrada.

Educada en una familia de fuertes arraigos religiosos, la mujer era educada en una sociedad arcaica, regida y gobernada por el padre y los hermanos. Aquel refrán que reza, “la mujer y la sartén en la cocina están bien”, explica cuál era mi papel en el hogar. Fui educada para casarme con imposición familiar, tener hijos y continuar el apellido paterno. Fueron pasando los años y nunca quise acceder a un matrimonio forzoso, ni entregar mi vida a hombre alguno sin respeto a mi dignidad de mujer. El recuerdo de mi madre estaba aún presente en mi día a día. Ahora mayor, era considerada una vieja solterona. Nunca me aparté de mi lema: empatía, decencia y honradez. Cuando fallecieron mis padres abandoné la vivienda familiar y hasta hoy, a mis 70 años, vino en régimen de alquiler. Nunca quise ser propietaria en contra de los que opinan que ser propietarios es la mejor opción para el paso de los años.

Ahora vivo de recuerdos de familia, de juventud y, sobre todo, de los que han cobrado vida gracias a aquella foto. Jubilada y en paz, disfruto de la lectura, escritura y recuerdos. No fui practicante de ninguna religión. Cada una de las personas que conocí dejó una huella en mí. Algo bueno que procuro no olvidar. Recuerdos, añoranzas, risas, espinas, lágrimas, hacen que cada día yo:

Vuelva la vista atrás.

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