Sugestión
- Isidoro Bravo
- 14 dic 2024
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 20 may

Ovejas, casa, nieve... Después de ver esa imagen, Morfeo me visita a menudo. No ocurre de forma previsible, ni siquiera siempre que duermo en mi pueblo o visito a mi madre, aquejada de alzheimer y postrada en una silla de ruedas en una residencia, donde, algunas veces, me ilusiono creyendo que me reconoce
Ocurrió en invierno, tenía trece años y alternaba funciones de estudiante y de zagal durante las vacaciones. Aquel año estábamos en San Pedro, en una finca de los dueños del rebaño. Se barruntaba que un lobo andaba merodeando cerca, días atrás había atacado un rebaño en Sarnago. Por esa razón, aquel atardecer, cuando fuimos a cenar decidimos llevar los animales con nosotros Durante la cena, las esquilas de las ovejas empezaron a sonar de forma súbita y extraña. Yo me quedé con la cuchara de patatas cocidas a mitad de camino entre el plato y la boca…
-¡Mal rayo lo parta! Higinio, llévate la perra, sal por el camino mientras yo voy atrochando.
No rechisté. Salí temeroso, indeciso, buscando seguridad en nuestra perra, que no pude sentir porque ella encogió el rabo y se refugió entre mis piernas. Aunque ya había oscurecido y no se veía bien, pude sentir como un montón de animales me rodearon, supongo que buscando mi protección, y, en realidad, la seguridad que no encontré en mi compañera me la proporcionaron ellos al atrincherarse alrededor de mí en busca de defensa. Entonces, algo inesperado y fulminante me obligó a levantar la vista. Tras ellas, un repentino fulgor de dos luces, hipnóticas y estáticas, mirándome fijamente, me pusieron los pelos como escarpias, erizaron mi piel y me paralizaron completamente. No sabría decir cuánto tiempo duró aquella visión, pero sé que lo que vi, fueron los ojos del lobo.




