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El pequeño indiecito


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Al pequeño indiecito lo llamaron Hijo de Luna. Era huérfano de Luna Llena y tenía la tez entre rojiza y morena y sus cabellos muy negros, como muy negros eran sus vivarachos ojos. Tenía apenas cinco añitos y la naturaleza tribal se le quedaba pequeña. Añoraba a Luna Llena, su madre, y por ello soñaba con coger la luna del cielo. Se acercaba al río al atardecer, cuando la luna se reflejaba en el agua. Entraba despacito para sorprenderla y poderla acariciar. Nunca lo logró. La luna, esquiva, se rompía en mil pedazos y desaparecía. Hijo de Luna, el pequeño indiecito, regresaba triste, con las manos llenas de caricias, pero vacías de luna. Un atardecer, al salir desolado del agua, fue sorprendido por un cisne.

- Sube y agárrate a mis plumas con fuerza. Te espera la luna. Es muy hermosa, pero muy coqueta, tiene una parte que no deja ver, su cara oculta. Le diremos que nos deje verla, quizá guarde algún tesoro.

Hijo de Luna y el cisne llegaron a la luna. El pequeño indiecito le dijo que era tan bella como Luna Llena, su mamá, y le pidió ver su cara oculta.

- No hay nada, no hay luz, solamente una rosa, una rosa negra que brotó regada por tus lágrimas cuando quedaste huérfano. Es tuya.    

Subió a lomos del cisne y rodearon la luna hasta su oculta entraña. Allí estaba la flor. Una hermosa rosa negra, ausente de luz.

Por la mañana encontraron a Hijo de Luna en la orilla del río. Había perdido el color rojizo de su piel mostrando una deliciosa palidez. Tenía en una mano una sedosa pluma de cisne y en la otra una hermosa rosa negra.

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