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El Maestro


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Habían pasado más de ocho años, tal vez diez, que no pisaba las calles donde vi por  primera vez la luz del mundo,  creciendo y correteando por ellas  durante algún tiempo. A veces los derroteros y  las incertidumbres de la vida te guían por caminos que ni se sueñan en la niñez. Sea como fuere el caso es que aquellas vacaciones de semana santa decidí alejarme de las aglomeraciones estruendosas. Algún extraño resorte en mi cabeza gritaba calma, sosiego, silencio.

    Entonces pensé en algún lugar donde hubiera sido bienaventurado y alejarme de todo el trasiego de las multitudes,  al  tiempo de disfrutar de una larga pausa en mis ajetreados días. Deseaba de alguna forma, ordenar mis pensamientos y olvidar los sinsabores que día a día habían asaltado  mi  mente y que mejor que un lugar alejado de estas circunstancias.  Todos los caminos elegidos  siempre finalizaban en Montecastillo. Era un lugar no demasiado grande y  lo suficientemente alejado como para que los visitantes no acudieran en masa, pues nada  de interés turístico poseía salvo   su  iglesia y tal vez algo de  arquitectura rural.  Algunos de los mejores  recuerdos de mi infancia  y adolescencia permanecían vivos y seguramente   por ello mi cabeza   elegía ese destino.

   Caminaba distraídamente por la Calle Mayor prestando atención  a  los cambios que se habían producido en mi largo periodo de ausencia y que eran a mi parecer grandes  cuando  divisé su figura  a lo  lejos. Semejaba un junco a merced del viento. Me di cuenta al instante de quien se trataba. Su inconfundible sombrero orlado con una graciosa pluma de colores metálicos solo podía ser de una persona. Avanzaba lentamente, con pasos un tanto inseguros y apoyándose en un bastón. La espalda  encorvada,  dando la sensación de  que sobre sus hombros descansara un peso invisible. Pantalón gris y chaqueta de punto del mismo color sobre una impecable camisa blanca. Zapatos como  siempre lustrosos. En su mano izquierda un libro forrado con papel de periódico para no desgastar las pastas. Según se aproximaba   noté que su vista ya no era tan buena; sus gafas redondas descansaban  bajas y se  clavaban un poco en el arco de  su nariz romana. Sus ojos de  color cielo conservaban sin embargo  esa chispa de brillo que siempre resaltaba en   sus explicaciones y comentarios de clase. La barba ya  blanca ocultaba la delgadez de su cara y  los surcos de la frente eran  marcados. Al hablar,  la nuez se agitaba con cada palabra de tal manera  que   daba la sensación que la piel que la recubría  se rasgaría con alguna de ellas. Las manos antaño robustas  y  llenas de tiza o tinta estaban tan limpias y la piel tan fina  que resaltaba sus nervaduras y huesos.

   No me reconoció hasta que pronuncié mi nombre y apellidos.  Tardó unos segundos. Lo hizo con una sonrisa y  vocalizando  el mote por el que me llamaba siempre; “lagartija”, por lo inquieto que era en la escuela. Me reí pues ya nadie me llamaba así. A él le debía mis primeras letras a lápiz, mis primeras lecturas titubeantes,  mis primeros renglones de tinta   (a veces con  borrones incluidos) y la pasión por leer y aprender.

    Caminamos  un poco más hasta encontrar un banco donde sentarnos. Dejó su libro a un lado mientras sacaba de un bolsillo  un  ducados. Sigo fumando aunque me  lo han prohibido.- me dice,  mientras me ofrece otro que rechazo. Tras la primera bocanada y expulsión de humo con deleite comienza un ritual de preguntas sobre mí.

   Las horas se hicieron cortas y la tarde paso volando entre recuerdos y anécdotas. A pesar de los años, ochenta y cinco según me confesó, su mente sigue estando lucida me habló como si aún fuera su alumno de Cervantes,  Antonio Machado, Unamuno y  Miguel Hernández. No abrió su libro pero sospecho que de alguno de estos autores era pues la literatura era su pasión. Antes de despedirnos le agradecí  efusivamente su empeño en trasmitirnos sus conocimientos. Le observaba mientras se alejaba  con su paso lento y el peso invisible de la vida  sobre  su espalda doblada, cuando se volvió para decirme unas últimas palabras que resumían en sí  mismas  el sentir de su vida.  Sabes  “lagartija”, son ustedes mi última y mejor generación. Una sonrisa  se dibujó en mi cara al tiempo que  una voz muy joven reclamaba su presencia al grito de abuelo. Sospecho que en su cara igualmente se dibujaba otra lo que no sabría decir es si por el comentario o por la voz que le reclamaba. Tal vez por las dos.

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