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De los terrores de algunas verdades que no lo fueron

Actualizado: 20 may


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Fue durante el verano del 66, probablemente, una de las últimas veces que me llegué a vestir con niqui de rayas, zapatillas azules de franjas rojas y pantalón corto. Tal vez, una de mis remotas vacaciones de piteras en la cabeza, verdugones y sonrostrones en las rodillas, y hasta puede que fuese en aquel mismo año de los dos seises cuando se me saltó por última vez la sangre de la nariz. Luego me fui haciendo mayor, y hasta los Reyes Magos comenzaron ya a dejarme en los zapatos cosas que ni siquiera les había pedido: ropa y las consoladoras “perras” en pesetas, que lo de la hucha fue siempre la asignatura familiar que más me inició en aquello del ahorro para el día de mañana.

               Ocurrió en una de aquellas tardes veraniegas de abuelos y serranía, en la huerta de El Lejío, lugar donde se me aparecieron todos los monstruos que la infancia había llevado a vivir a las páginas de mis cuentos. Aquel día había logrado liberarme de la siesta. Estaba sentado en los escalones del portal, esperando a que se despertara mi abuelo para acompañarlo a regar y sembrar unos canteros. El burro roznó nada más barruntar que ponía sus pies sobre las maderas de la alcoba y, antes de que el reloj de la calle del Concejo diese las 5, estaba ya escarrapichado sobre el aparejo del animal y los ropones que abrazaba la reata. Me gustaba mucho hacer de trillique, echar de comer a las gallinas, mudar la cabra y todos los mandados agrícolas y familiares que me hacían sentir un niño de pueblo.

               “Ve haciendo con la punta de esta vara los agujeros en los arroyos. Están recién regados de ayer y no te costará mucho trabajo. Yo luego voy metiendo en ellos las plantas y las granas”. Olían a hierbabuena y tierra húmeda las regateras que había junto al pozo y, aunque cantaban los grillos y las chicharras, allí se respiraba frescura de huerto. Yo era muy feliz embarrando mis zapatillas viejas y horadando la tierra con la ramita afilada. Pero, de pronto, algo cambió mi semblante.

               “Abuelo, abuelo, ven, ven…”. Apenas podía escucharme por el ruido que hacía el motor de sacar el agua. Todo ocurrió mientras hincaba con fuerza el palo en el último agujero. Yo noté que me costaba introducirlo más que en los anteriores y, cuando lo soltaba teniéndolo dentro, él solo se volvía a elevar hasta llegar a salir fuera. No tardaron en pasar por mi cabeza todos los seres malignos que habían habitado mis lecturas infantiles: culebras de piel parduzca, topos rastreadores, algún ogro que hubiese podido resucitar con mis pinchazos… y hasta el mismísimo cíclope Polifemo de La Odisea, al que pensé que le podría haber atravesado el ojo.

               Mi abuelo acudió solícito cuando llegó a escuchar mis gritos de auxilio. Comprobó él mismo que la tierra elevaba la vara, y no tardó en alzar su legón a los cielos. Mis presagios fueron demasiado infantiles, pero hasta él se llegó a creer alguno de mis temores. Fueron cuatro o cinco golpes mortales sobre el orificio, la tierra misma saltó despavorida a nuestro alrededor, y en pocos segundos se difuminaron todos los miedos: con alguna de las últimas cargas de basura para abonar la tierra llegó oculta una vieja alpargata. Su suelo de goma había quedado doblado bajo los arroyos y, al intentar hacer aquel fatídico agujero, la presión ejercida sobre su doblez fue la que destapó el frasco de mis pavores. Todo acabó con un par de sonrisas. Al día siguiente me eché voluntariamente la siesta, y mis lecturas quedaron algunas semanas olvidadas y solitarias sobre los escalones del portal. 

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