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Tentenecio

Actualizado: 20 may


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Seudónimo; Bogajo1957

Han pasado más de quinientos años desde aquel día que los astros se alinearon en Salamanca para que ocurriera un encuentro muy singular. Se desconoce el momento exacto, quizás en junio, cuando “el agua por San Juan, quita vino y no da pan”, quizás en septiembre, cuando tenían lugar las ferias y fiestas de la ciudad y había un gran mercado de ganados y varias corridas, signifique lo que signifique “corrida”.

           

Cuenta la leyenda que la conocida calle Tentenecio de Salamanca debe su nombre a un milagro ocurrido en el encuentro habido entre un fraile y un toro. Ese es el resumen, pero como las versiones y los detalles son muy variopintos: que era un toro bravo, que iba desbocado, que estaba a punto de embestir a una madre y a su hijo, que se había escapado de la feria, que se había escapado de un corral, que intervino San Juan de Sahagún en el siglo XVII produciendo un amansamiento al colocarle la mano en la testuz, que ocurrió en el siglo XV cuando Juan de Sahagún era fraile agustino... Uno, puesto que la imaginación es libre, también tiene su propia versión de lo que pudo acontecer…

           

Parece ser que uno de los animales que se encontraba en la feria, organizada, por aquellos entonces, al otro lado del río, lo que hoy se conoce como barrio de El Arrabal, escapó del control de su amo y salió corriendo hasta enfilar el Puente Romano, atravesó la Puerta del Río que, casualmente, aquel día se encontraba abierta para facilitar el acceso a la feria, y llegó al final de la cuesta, hasta la Puerta de los Carros, también llamada Puerta de los Burros, (porque era la que se usaba para entrar a pagar los diezmos y, posteriormente, para dar salida a los estudiantes que habían suspendido o a los que no habían aprobado el Doctorado).         Una vez allí, al animal (que, según mi opinión, no podía ser un toro bravo, como relatan algunos, ya que estos no se mezclaban en el ferial ni con las hembras ni con otros machos para evitar que se desencadenara una rivalidad difícil de manejar por sus amos y mayorales) no le quedó más remedio que detenerse. El toro o buey, ¡quién sabe!, huyó de su amo porqué barruntaba que iba a ser vendido, iba a ser separado de su pareja, le habían estado mirando de arriba abajo, le habían obligado a abrir la boca y mostrar su ajada dentadura o por cualquier otro motivo que le pasara por la testa en aquel momento, ya que de ello no hay constancia.


En el preciso momento en que el animal alcanzó el rincón de  la Puerta de los Carros, se encontró con un cortejo presidido por el sacerdote agustino Juan González del Castillo, más conocido como Juan de Sahagún, que acababa de oficiar una misa solemne, es decir, con diácono, subdiácono, canto e incienso en la capilla de Santa Catalina, que formaba parte de la Catedral Vieja. La comitiva, constituida por diversas personalidades muy peripuestas y endomingadas, ofrecía, junto a los religiosos, un amplio y colorido espectáculo que se expandía, en anchura, de un lado a otro de la entonces denominada calle de Santa Catalina.


De esta guisa ocurrió el encuentro: de un lado, el animal ascendiendo por la empinada cuesta, asustado, con la lengua fuera, consecuencia de la apresurada huída y de la pendiente y, del otro lado, la comitiva, compacta e impenetrable, saliendo de la capilla, situación inesperada que produjo en el toro una paralización instantánea y un temor incontrolable a ser agredido, por lo que sintió la imperiosa necesidad de encontrar, lo más rápido posible, la mejor salida para salir airoso de tamaño brete. Cuando recuperó el resuello, fijó su mirada en quien dirigía a la tropa enemiga y bramó un potente: “¡Tente, necio!”.


La inesperada y milagrosa orden ejerció una súbita reacción en el bando contrario. El cabecilla, Juan de Sahagún, se detuvo en seco, incapaz de articular respuesta, dio media vuelta y huyó como alma que lleva el diablo, o bien, para evitar que Satanás se llevara su alma destinada a Dios. El resto de los componentes del séquito, fieles subordinados del adalid, no fueron capaces ni de pensar ni de actuar por sí mismos, por lo que imitaron la respuesta de su jefe y pusieron pies en polvorosa.


La consecuencia más relevante de esta oportuna o inoportuna (¿cómo saberlo?) confluencia fue el cambio de denominación de la calle donde ocurrió el trance, que pasó a llamarse calle “Tentenecio”, una vez fusionados el imperativo y el adjetivo pronunciados por el animal; nombre que, por alguna extraña y desconocida razón difícil de explicar, a mediados del siglo XIX, fue sustituido por el de San Juan de Sahagún hasta el día 4 de octubre de 1937, fecha en la que, hasta el día de hoy, (¡sabe Dios qué pasará mañana!) volvió a colocarse la placa con el nombre que dio pie a la leyenda: Tentenecio.

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