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Mayo en mi pueblo


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       ¡Cuánto daría por recordar aquel poema! Sólo recuerdo el fervor y entusiasmo que sentía y aquel horrible temblor de piernas cuando comencé a recitarlo.

     Era un estreno, me sentía una diva. Días antes lo memoricé y escenifiqué hasta la saciedad. Mi inseparable hermana Mátil, tenaz y disciplinada, frenaba mi ímpetu desbordado repasando una y mil veces mi tono, parada en las comas, a las admiraciones e interrogaciones.

       A pesar de nuestra corta edad, mi hermana ya era toda una maestra de ceremonias.

       Me revisaron  bien el atuendo. Eran tiempos en que se estrenaba poco y la calidad era escasa, no así la creatividad de mi madre, mi maestra, maestra en todo.

       Recuerdo que me confeccionó un vestido de pequeños cuadros, verdes y blancos, con una gran lazada. Me tejió una chaquetita blanca de tricotón calada y calcetines a juego para la ocasión y adornó mis trenzas con dos lazos primorosos. Yo me sentía una reina.

       ¿Recordaría el poema en su momento? En la iglesia del pueblo,  lugar escogido para dicha ceremonia, se esperaba el recital de los niños a Nuestra Señora, la Virgen del Campillo, como todo un acontecimiento. Tantos ojos y oídos atentos, me producían sensación de ahogo. ¿Sería capaz de articular palabra? De pronto, un gran susurro: “¡te toca!, ¡te toca!, ¡ya vas tú!” Y, por delante de mí, vi cómo volaba rápida la boina de un gran devoto, con un   “¡Callai!”, para tapar las bocas de aquel guirigay infantil.

       Don Anselmo, el sacerdote, esperaba solemne en las gradas del altar. También la Virgen del Campillo esperaba mi poema de Mayo. Lancé una mirada rápida a mi madre que, como maestra, estaba atenta a la fila de niñas que esperábamos para recitar. Contemplé a Mátil, tan sosegada a su lado, y con pie firme me apresuré a subir al escenario.

       Lo más bonito que oí después de recitar, y no lo he olvidado nunca, fue la voz de Don Anselmo: “La Virgen te proteja, niña. Es preciosa tu poesía. Yo conozco al poeta, ¿quieres decirme tú su nombre?”

Con gran orgullo respondí: “¡MI PADRE!”

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