La carta de Calixta
- Salvador Antona
- 27 ene
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Actualizado: 20 may
Salvador Antona.

El señor Antolín como todo el mundo le llamaba, o Tolín como lo hacían los pocos amigos que aún le quedaban, se estaba haciendo mayor. La ausencia de su mujer, fallecida hará un par de años más o menos por estas fechas, había acentuado su vejez y de qué manera. El deterioro era palpable a ojos de sus vecinos que lo comentaban cada vez que lo veían sentado en su banco de la plaza. Había adelgazado mucho, no se afeitaba con la frecuencia de antes y descuidaba su vestimenta llegando incluso a vestir varias semanas la misma ropa. Algunas vecinas llegaron a preguntarle alguna vez si comía bien e incluso se ofrecieron para cocinarle platos, que obviamente rechazó más que nada por vergüenza.
Le gustaba sentarse en aquel banco, como lo había hecho en los últimos años mientras cuidaba de su querida Amalia. Tenía tres nietos, pero casi no los conocían. Sus hijos se habían visto obligados a emigrar uno a Canadá y otro a Hong Kong por sus profesiones y solo se veían muy raramente y en periodos cortos.
Cuando salía al parque en las tardes soleadas o cuando el sol vencía en verano no era solo por charlar con los de su edad, que también. Lo que realmente le encantaba era observar a los niños e ilusionarse con que sus nietos quizá estuvieran haciendo lo mismo. A veces preguntaba a sus madres por sus edades por hacerse a la idea de cómo serían los suyos, pues cada vez le costaba más imaginar lo altos que podían estar o si seguirían jugando como estos.
Una tarde a finales del verano se fijó en que Julia, la niña rubita de rizos rebeldes y ojos marrones muy vivos, de unos ocho años, que siempre estaba organizando al resto y era capaz de inventar nuevos juegos cada vez que el grupo de niños se cansaba del anterior, no jugaba ni se distraía a pesar de que ellos reclamaban a cada instante su presencia. Permanecía sentada abstraída en el banco al lado de su madre. Decidido a preguntar que le pasaba si estaba enferma o qué, se aproximó al grupo de madres y se interesó por ella. Su madre le comentó que estaba así desde que vinieron de vacaciones porque había perdido su muñeca que siempre iba de su brazo o quizá la habían olvidado al recoger su habitación de hotel. Llamaron por teléfono pero allí no habían encontrado nada.
Entonces el señor Antolín preguntó a Julia por el nombre de la muñeca. Esta balbuceó a regañadientes una sola palabra. Calixta.
¡Que nombre tan bonito!, nunca lo había oído dijo en un intento por animarla. Julia hizo mohínos y a pesar de sus esfuerzos por contener las lágrimas estas desbordaron sus ojos y recorrieron sus mejillas bronceadas hasta perderse bajo su camiseta blanca estampada con un paisaje veraniego. Quizá te escriba una carta, y te dé explicaciones de su desaparición, comentó, volviendo a intentar en vano a animarla. Seguro que existe alguna. Una muñeca no puede desaparecer así como así, ha de tener poderosas razones y seguro que te las hará saber de alguna forma. Yo lo haría desde luego, añadió con rotundidad.
Esa misma noche, después de cenar frugalmente como lo hacía últimamente, y ya cuando las voces del parque comenzaban a apagarse el señor Antolín pensó en escribir una carta para Julia de parte de Calixta para que la ayudara a recobrar un poco de alegría y al mismo tiempo la devolviera la inventiva de los juegos que los demás niños reclamaban de ella. En realidad no sabía ni qué contar, ni qué explicaciones daría en la carta. Eso sí, debía asegurarse de que lo que plasmara en el papel convencería a la niña. Comenzó por el encabezamiento. Amiga Julia, escribió, lo tachó nada más garabatearlo. Estimada Julia, tampoco, demasiado formal. Julia, muy simple, y así estuvo una larga hora considerando diversas formas y emborronando unos cuantos folios hasta que el sueño lo venció.
A la mañana siguiente volvió a retomar la escritura de la carta. Estaba decidido a acabarla ese mismo día para dársela en el parque por la tarde. Pensó en escribirla a máquina pero visto que no conocía su letra era mejor a mano así se aseguraba de paso que sería aún más creíble a sus ojos. Por fin había dado con una formula cariñosa y no tan formal y unas explicaciones que podían satisfacer a Julia.
Querida amiga Julia:
No creas que me he olvidado de ti. Sé que estás triste por mi ausencia y te culpas de ello. No debes hacerlo. Tú ya no eres tan pequeña, te has hecho mayor y eres muy lista. No necesitas de mi compañía. La niña con la que ahora estoy sí que me necesita, se llama Luna. Es tan pequeña como cuando aparecí en tu casa. ¿Te acuerdas? Yo sí. Apenas dabas sola los primeros pasos y balbuceos. Luna acaba de cumplir dos años, me lava, me peina y me arregla cuando vamos de paseo, igual que lo hacías tú. Tiene un hermano mayor de cuatro años que no le hace mucho caso cuando ella llora, simplemente me sienta a su lado como ha visto que a veces hacen sus padres para que me abrace, la escuche y hable conmigo. A sus padres les gusta viajar mucho por lo que tengo que hacer las maletas con frecuencia y casi nunca se dónde voy. ¡Esto de viajar tanto es muy cansado, la verdad!
Ahora Julia tienes muchos amigos y te encanta jugar con ellos e incluso inventar juegos si se cansan de alguno. Cuando esto sucedía me dejabas de lado o sentada en un banco aunque no me importaba. Te gusta leer cuentos sola en tu habitación, muchos de ellos me los has narrado varias veces sin que yo dijera nada solo por el placer de escucharte. Ahora debes hacer lo mismo con tus amigos que seguro se alegrarán tanto como lo hacía yo.
Te he visto crecer, sacrificar a veces los juegos por los deberes, sufrir con los exámenes, llorar por las trastadas que hacías y las regañinas de mamá; enfadarte cuando las cosas no salían como tú deseabas y te he visto soñar ¡ah, soñar, soñar! ¡Cuántas noches te he oído soñar! Es la hora de aprender a volar como lo hacen los pájaros a final del verano, como ahora. Es la hora de que hagas realidad esos sueños y yo ya no puedo ayudarte, solo tu mi querida amiga Julia debes hacerlo con errores y aciertos pero esa es la forma de aprender, créeme. Tú mejor que nadie sabrás elegir el camino. Tal vez algún día nos volvamos a encontrar.
Con el abrazo y el cariño de tu muñeca Calixta
El señor Antolín volvió a releerla y se sintió satisfecho, estaba seguro de que lo plasmado daría ánimos a la niña y también despejaría sus dudas por el abandono. Esa misma tarde aunque hacia un poco de calor salió temprano al parque. Estaba ansioso por entregarle la carta a Julia y quería hacerlo antes de que llegaran los demás niños, pues siempre era la primera en llegar. Deseaba saber cuál sería su reacción pero sobre todo que los demás niños no curiosearan. Nada mas verla aparecer por la esquina del parque se levantó sonriente y dirigiéndose a ella con la mano extendida dijo.- carta de Calixta para Julia al tiempo que guiñaba un ojo a la madre. Julia se quedó sorprendida, sin saber que hacer.- no seas pasmarote ¡Ábrela! Contestó la madre, mientras sacudía su brazo para sacarla de aquella petrificación en que se había sumido. La niña rasgó temblorosa el sobre y leyó la carta con emoción y a media voz. Nada más acabar la dobló con cuidado y se la entregó a su madre para que la guardara al tiempo que decía que volvería a leerla a la noche con más tranquilidad. Mientras Julia esperaba ya ansiosa a los demás niños que se acercaban corriendo, sin espéralo el señor Antolín, e incluso ante la sorpresa de su madre, le dio un abrazo que le emocionó porque hacía años que nadie le daba uno, ni siquiera recordaba que sus nietos se lo hubieran dado de esa forma tan cariñosa.

