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La carta de Calixta

Actualizado: 20 may

Salvador Antona.

 
 

    El señor Antolín como todo el mundo le llamaba, o Tolín como lo hacían los pocos  amigos que aún le quedaban,  se estaba haciendo mayor. La ausencia de su mujer, fallecida hará un par de años más o menos por estas fechas, había acentuado su vejez y de qué manera. El deterioro era palpable  a ojos de  sus vecinos que lo comentaban  cada vez que lo veían sentado en su banco de la plaza. Había adelgazado mucho,  no se afeitaba con la frecuencia de antes y  descuidaba su vestimenta llegando incluso a vestir  varias semanas la misma ropa. Algunas  vecinas llegaron a preguntarle alguna vez si comía bien e incluso se  ofrecieron para cocinarle platos, que obviamente rechazó más que nada por vergüenza.


Le gustaba sentarse en aquel banco, como lo había hecho en los últimos años mientras cuidaba de su querida Amalia. Tenía tres  nietos, pero casi no los conocían. Sus hijos se habían visto obligados a emigrar uno a Canadá y otro a Hong Kong por sus profesiones y solo se veían muy raramente y en periodos cortos.

     Cuando salía al parque en las tardes soleadas o cuando el sol vencía en verano no era solo por charlar con los de su edad, que también. Lo que realmente  le encantaba era  observar a los niños e ilusionarse con  que sus nietos quizá estuvieran haciendo lo mismo. A veces preguntaba a sus madres por sus edades por hacerse a la idea de cómo serían los suyos, pues cada vez le costaba más imaginar lo altos que podían estar o si seguirían jugando como estos.

   Una tarde a finales del verano se fijó en que Julia, la  niña rubita de rizos rebeldes  y ojos marrones  muy vivos, de  unos ocho años, que siempre estaba organizando al resto y era capaz de inventar nuevos  juegos  cada vez que el grupo de niños se cansaba del anterior, no jugaba ni se distraía a pesar de que  ellos  reclamaban a cada instante su presencia. Permanecía sentada abstraída  en el banco al lado de su madre.  Decidido a preguntar que le pasaba si estaba enferma o qué, se aproximó al grupo de madres y se interesó por ella. Su madre le comentó  que estaba así desde que vinieron de vacaciones  porque había perdido su muñeca que siempre iba de su brazo o quizá la habían olvidado al recoger su habitación de hotel. Llamaron  por teléfono   pero allí no habían encontrado nada.

    Entonces el señor Antolín  preguntó a Julia por el nombre de la muñeca. Esta balbuceó a regañadientes  una sola palabra. Calixta.

 ¡Que nombre tan bonito!,  nunca lo había oído dijo en un  intento por  animarla. Julia hizo mohínos y a pesar de sus esfuerzos por contener las lágrimas estas desbordaron sus ojos y recorrieron sus mejillas bronceadas hasta perderse bajo su camiseta  blanca estampada con un paisaje veraniego.  Quizá te escriba una carta,  y te dé  explicaciones de su desaparición, comentó, volviendo a intentar en vano a  animarla. Seguro que existe  alguna. Una muñeca no puede desaparecer así como así, ha de tener poderosas razones y seguro que te las hará saber  de alguna forma. Yo lo haría desde luego, añadió con rotundidad.     

   Esa misma noche, después de cenar frugalmente como lo hacía últimamente,  y ya cuando las voces del parque comenzaban a apagarse el señor Antolín  pensó en escribir una carta para Julia de parte de Calixta para que la ayudara a recobrar un poco de alegría  y al mismo tiempo la devolviera  la inventiva de  los juegos que los demás niños reclamaban de ella. En realidad no sabía ni qué contar, ni qué explicaciones daría en la carta. Eso sí, debía asegurarse de que lo que plasmara en el papel convencería a la niña.  Comenzó por   el encabezamiento. Amiga Julia, escribió,  lo tachó nada más garabatearlo. Estimada Julia, tampoco, demasiado formal. Julia, muy simple, y así estuvo   una larga hora  considerando  diversas formas y emborronando  unos cuantos folios hasta que el sueño lo venció.

   A la mañana siguiente volvió a retomar la escritura de la carta. Estaba decidido a acabarla ese mismo día para dársela en el parque por la  tarde.  Pensó en escribirla a máquina pero visto que no conocía su letra era  mejor a mano así se aseguraba de paso que sería  aún más creíble a sus ojos.  Por fin había dado con una formula cariñosa y no tan formal y unas explicaciones que podían satisfacer a Julia.

             Querida amiga Julia:

       No creas que me he olvidado de ti. Sé que estás triste por mi ausencia y te culpas de ello. No debes hacerlo. Tú ya no eres tan pequeña, te has hecho  mayor y eres muy lista. No necesitas de mi compañía. La niña con la que ahora estoy sí que me necesita, se llama Luna.  Es tan pequeña como cuando aparecí en tu casa. ¿Te acuerdas? Yo sí.  Apenas dabas  sola los primeros pasos y balbuceos. Luna acaba de cumplir  dos años, me lava, me peina y me arregla cuando vamos de paseo, igual que lo hacías  tú. Tiene un hermano mayor  de cuatro años que  no le hace mucho caso cuando ella  llora, simplemente me sienta  a su lado como ha visto que  a veces  hacen  sus padres para que me abrace,  la escuche y hable conmigo.  A sus padres  les gusta viajar mucho por lo que tengo que hacer las maletas con frecuencia  y casi nunca se dónde voy. ¡Esto de viajar tanto es muy cansado,  la verdad!

     Ahora Julia  tienes muchos amigos y te encanta jugar con ellos e incluso inventar juegos si  se cansan de alguno. Cuando esto sucedía  me dejabas  de  lado  o  sentada en un banco aunque no me importaba. Te gusta leer  cuentos   sola en tu habitación,   muchos de ellos me los has narrado  varias veces sin que yo dijera nada solo por el placer de escucharte.  Ahora debes hacer lo mismo con  tus amigos que seguro se  alegrarán tanto como lo hacía yo.

   Te he visto crecer, sacrificar a veces los juegos por  los deberes, sufrir con los exámenes, llorar por las trastadas que hacías y las regañinas de mamá;  enfadarte cuando las cosas no salían como tú deseabas y te he visto  soñar ¡ah, soñar, soñar! ¡Cuántas noches te he oído soñar! Es la hora de aprender a volar como lo hacen los pájaros a final del verano, como ahora. Es la hora de que hagas realidad esos sueños y yo ya no puedo ayudarte, solo tu mi querida amiga  Julia debes hacerlo con errores y aciertos  pero esa es la forma de aprender, créeme. Tú mejor que nadie sabrás elegir el camino. Tal vez algún día nos volvamos a encontrar.

Con el abrazo y el cariño de tu muñeca Calixta

   El señor Antolín volvió a releerla y se sintió satisfecho, estaba seguro de que lo plasmado daría ánimos a la niña y también despejaría sus dudas por el abandono. Esa misma tarde aunque hacia un poco de calor salió temprano al parque. Estaba ansioso por entregarle la carta a Julia y quería hacerlo antes de que llegaran los demás niños, pues siempre era la primera en  llegar. Deseaba saber cuál sería su reacción pero sobre todo que los demás niños no curiosearan. Nada mas verla aparecer por la esquina del parque se levantó sonriente y dirigiéndose a  ella con la mano extendida dijo.- carta de Calixta para Julia al tiempo que guiñaba un ojo a la madre. Julia se quedó sorprendida,  sin saber que hacer.- no seas pasmarote ¡Ábrela! Contestó la madre, mientras sacudía su brazo para sacarla de aquella petrificación en que se había sumido.  La niña rasgó temblorosa  el sobre   y   leyó  la carta  con emoción y a media  voz. Nada más acabar la dobló con cuidado y  se la entregó a su madre para que la guardara al tiempo que decía que volvería a leerla a la noche con más tranquilidad. Mientras Julia esperaba ya ansiosa a los demás niños que se acercaban corriendo,  sin espéralo el señor Antolín, e incluso ante la sorpresa de su madre,  le dio  un abrazo  que le emocionó  porque hacía años que nadie le daba uno,  ni siquiera recordaba que sus nietos se lo hubieran dado de esa forma tan cariñosa.


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